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AZURINA

Hemos insinuado que Díaz mantenía relaciones con los piratas que frecuentaban aquellas costas, y podemos añadir que no eran pecaminosas, pues Díaz no tomaba parte en las fechorías de aquéllos, limitándose a contratos que no podía eludir, so pena de convertirlos en peligrosos enemigos.

Cierto día recibió en su modesto bohío de Tureira la visita de un famoso pirata, cuyo nombre no se ha cuidado de trasmitirnos la tradición. Del acompañaba una hermosa mujer, de aspecto enfermizo, y cuyas formas dejaban adivinar que no tardaría en ser madre, -José Díaz- díjole el pirata, - eres hombre bueno y honrado, en quien un desalmado como yo puede fiar. Vengo a pedirte un favor, por el que te daré lo que pidas.

  • No pongo precio a mis favores, - limitóse a contestar.
  • Pero yo sé pagarlos para no tener que agradecerlos. Voy a dejar en su casa y a tu cuidado a esta mujer.
  • ¿Tú hija? – preguntó Díaz.
  • No.
  • Tú esposa tal vez.
  • Nada debe importarte lo que ella sea para mí. Te basta saber que me intereso por ella, y sobre todo, por el ser que lleva en sus entrañas. Cuídala con solicitud, porque ha perdido la razón y cuando sea madre, toma al hijo bajo tu protección y sírvele de padre.

Así lo prometió Díaz, y seguro del cumplimiento se retiró el pirata, dejando en el bohío junto con la joven, buen número de arcas y cofres, que hizo traer por sus marineros, y que contenían preciosos trajes, ricas joyas, odoríferas resinas y perfumadas raíces, cuanto pudiera apetecer la dama más coqueta y caprichosa. Sin embargo, nada de ello parecía interesar a Estrella, - que tal era el nombre de la joven-, quien permanecía quieta, muda, insensible a ruegos y preguntas, vaga la mirada, como perdida en el vacío. Tan solo de vez en cuando, adquirían sus ojos dolorosa expresión, y se movían sus descoloridos labios, pronunciando aisladas palabras, sin ilación ni sentido. Fugaces alucinaciones la dejaban postrada, con leves temblores en todo el cuerpo.

¿Quién era aquella mujer? ¡qué terrible misterio encerraba su vida?. Imposible saberlo. Nada ella podía decir, y nada el pirata había dejado entrever. Podía ser una cautiva, retenida violentamente por el pirata, sumida en la locura tras una gran tragedia. Díaz tenía esperanzas de conocer la verdad de la boca de la misma joven a la que prodigaba los más solícitos cuidados y atenciones. Desgraciadamente, si bien mejoró algo su salud, no recobró la razón; y cuando a los pocos meses dio a luz, sucumbió en el parto, llevándose a la tumba el misterio de su vida. El tierno ser que dejó en el mundo, era una preciosa niña, a la que Díaz bautizó con el nombre de Azurina.

Bajo el amparo y protección del anciano Díaz, creció Azurina, y aunque desde el nacer fue bella, aumentó aun más con los años su belleza, a la par que su gracia. Era de tez muy blanca, de cabellos rubios y de ojos grandes, rasgados e intensamente azules. Así por lo menos nos la pinta la tradición, que, como consumada artista, gusta  de la buena presentación de sus personajes.

A los quince años Azurina era un encanto, un  fragante capullo que comenzaba a entreabrirse. Díaz, que amaba a la bellísima joven con verdadero amor de padre –que es más padre el que cría y educa que el que solo da vida-. Pensaba con temor el día en que alguien, sin merecerla, pudiera arrebatarle a Azurina. Y para mal de ésta y de él, ese día llegó.

Una mañana, al despertar, vió Azurina, no lejos de la playa, una esbelta nave que se balanceaba al vaivén de las olas: a poco desatracó un bote, que navegó rumbo a la costa. Ya en la orilla, saltó del bote un apuesto mozo, de facciones enérgicas, de varonil belleza y grácil andar. Jamás había visto Azurina ser más sugestivo. Acostumbrada a ver solo a su anciano padre, y a contados siboneyes de aspecto semisalvaje, la figura arrogante de aquel hombre cautivóla desde el primer momento y empezó a sentir los ardores de grande e intensa pasión.

Era aquel hombre Guillermo Bruce, temido ya, no obstante su juventud, como el más audaz y atrevido pirata de los mares antillanos. Había entrado en el puerto de Jagua con el intento de carenar su nave, deparándole su buena estrella el casual encuentro con Azurina. Verla y amarla, fue en él cosa simultánea; comprendiendo que, aquella vez, no era el suyo amor pasajero, pidió a Díaz se la concediera por esposa.

Embarazosa fue la situación del anciano. Dábase cuenta de la intensa pasión que se había apoderado de aquellos dos seres; pero, ¿tenía derecho a disponer del destino de Azurina sin el consentimiento del verdadero padre? Además, ¿no sería labrar la infelicidad de la joven confiándola a un bandido del mar y exponiéndola a los peligros de una vida azarosa y trágica?.

Llamó a los amantes y les dijo que Azurina no era su verdadera hija, que solo estaba encomendada a su custodia y que no podía disponer de ella en tanto no regresara el padre; hizo las reflexiones del caso y acabó por pedir abediencia a Azurina y respeto a Guillermo, ahogando en lo más hondo de sus corazones el amor que mútuamente se profesaban.

Guillermo, como amaba de verdad, comprendió las razones de Díaz, ahogó por vez primera sus instintos dominadores, y dando un postrer adiós a la mujer amada, partió en su nave velera dispuesto a buscar el olvido en las orgías y violencias de que iba a llenar ahora su existencia de pirata sin ley ni patria. Pero para la pobre Azurina se nubló para siempre el cielo de su soñada dicha. Desde el día en que Guillermo partiera, dominada por invencible melancolía, vagó triste y silenciosa por las floridas selvas y por las arenosas playas, indiferente a cuanto le rodeaba, sin que lograran distraerla las palabras y cariños del anciano Días, que con emoción profunda la veía languidecer, y de ello se sentía culpable.

Todos los días, al atardecer, cuando el sol, transpuestos los montes, enviaba sus postreros rayos y la brisa rizaba la superficie del mar, iba Azurina a sentarse sobre solitaria peña, y allí se pasaba las horas inmóvil, mirando en la lejanía, donde creía ver la fantástica aparición del ser querido y oír su voz, llamarla con tierno acento. La infeliz doncella, herida del mal de amor y llevando ya en su ser la herencia fatal de la locura materna, sintió su débil cerebro invadido por extrañas alucinaciones. Una tarde creyó oír la voz lejana del amante, que la invitaba a una cita en el mar para la noche siguiente. Sacó de uno de los cofres el traje más rico que había heredado de su madre; vistióse con él, adornóse la cabeza de flores, y dirigióse a la orilla del mar. Allá lejos, muy lejos, estaba el amado, y como un eco lejano y apagado llegó hasta ella una voz que repetía dulcemente su nombre:

-¡Azurina!  ¡Azurina!

Obediente al misterioso llamamiento, la doncella penetra en el mar, y avanza, avanza siempre, insensible a las aguas que la van cubriendo, hasta que desaparece bajo ellas, en busca del amante idolatrado...

Horas más tarde, cuando la luna riela sobre el tranquilo mar, aparece en la superficie de éste el cuerpo de Azurina, envuelto en su argentado traje guarnecido de azules blondas y albas flores, que leves olas van empujando suavemente, hasta depositario en la desierta y arenosa playa.

Mitos y Leyendas de Las Villas. Selección de textos y ordenamiento por Samuel Feijóo. UCLV. 1965

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